El camino al logopeda fue largo y lleno de avatares. Todo empezó hace tres años cuando decidí que estaba harto de no ser capaz de pronunciar mi nombre. Entre mi nombre y mi primer apellido hay tres erres. Cada vez que alguien necesitaba apuntar mi nombre, no me quedaba más remedio que deletrearlo. Y encima tartamudeaba. Esto hacía el proceso doloroso. Ya estaba harto.
Lo primero que hice fue pedirle a mi médico de cabecera que me diese cita con un logopeda. El me dijo no estar autorizado. Era necesario pasar por inspección médica. Aún así le pedí que me diese un papel solicitándolo a ver si había suerte. En inspección me dijeron que los únicos médicos autorizados para derivarme eran los neurólogos y los otorrinolaringólogos.
Le pedí a mi médico de cabecera ir al otorrino. Me dieron cita tres meses después. Lo primero que hizo la otorrina fue meterme una camera por la nariz. Esta fue mi primera cita con un otorrino y en cada una de las muchas veces que he visto uno, me han introducido una camera por la nariz. Como la comenté a una, su especialidad es tocarle las narices al personal. Ella me contestó que trabajaban con muchas más cosas que las narices de la gente. Aún así creo que debe de ser una especie de fetichismo causado por haber pasado tantos años estudiando.
La otorrina me ofreció acudir al logopeda, pero como sabía que los neurólogos también podían derivar, pedí ver a uno. Yo había deseado durante años ver un neurólogo. Sentía curiosidad por averiguar si mis problemas de habla estaban relacionados con algún problema en mi cerebro. Estando en el paro como estaba, disponía de tiempo suficiente para esos antojos. La espera esta vez fue de seis meses. El neurólogo aceptó estudiar mi caso en el hospital Puerta de Hierro, que es el que me corresponde. Otros seis meses pasaron. Cuando les vi me dieron cita para seis meses después. Me mandaron muchas pruebas. La más interesante fue una resonancia magnética donde me metieron en un tubo estrecho, iluminado, donde se oían ruidos rítmicos. Dicen que esta prueba le da pánico a mucha gente por estar encerrado en un espacio tan reducido como aquel tubo. Cuando al final les vi me dijeron que no encontraron ninguna anomalía. Esto me alivió. Mis problemas del habla no eran causadas por lesiones cerebrales. Les pedí que me derivasen a un logopeda. Me contestaron que había un centro de estudios del habla en el departamento de otorrinolaringología.
Unos meses después acudí al centro del habla. Me atendieron una logopeda, una otorrina y una residente. Habiendo otorrinos presentes, tardaron poco en meterme una camera por la nariz. Antes me habían echado un spray anestésico por la boca. Intentaron meterme una camera por la boca. Querían verme las cuerdas vocales en funcionamiento. Desistieron cuando me entró un ataque de tos. Tuvo que se por la nariz.
La logopeda se dio cuenta enseguida de que el frenillo de mi lengua era demasiado corto. Con la boca ligeramente abierta, yo no era capaz de tocarme el paladar con la punta de lengua. Ella me dijo que la única solución para hablar correctamente era que me operasen. Además me dijeron que, según la resonancia que me hicieron los neurólogos, tenía el tabique nasal desviado. Me preguntaron si estaba interesado en la operación. Yo accedí. Me dieron muchos papeles para firmar y muchos volantes para pruebas diagnósticas. De todas las pruebas la más curiosa fue un TAC donde me tumbé en una cama mientras una máquina estaba haciendo cientos de imágenes de rayos X a mi cráneo para obtener un modelo tridimensional.
Cuando vi a mi doctora, justo antes de la operación, me dio la mala noticia que según el TAC había algo mal con mis fosas sinoviales. Era recomendable que me operasen de ello también. Parece que los médicos ya puestos a cortar, pues cuanto más corten, mejor. Según ella había riesgo con la operación de tabique nasal que cada vez que respiraba se oyese un silbido y con la de las fosas sinoviales que me pudiese quedar ciego. Firmé los papeles y ella me dio cita para el quirófano diciéndome que la noche del domingo la tenía que pasar en el hospital.
Desafortunadamente esa noche tocaba Paul McCartney en Madrid. Yo me había comprado una entrada. En las taquillas ponían claramente que no se admitían ni cambios ni devoluciones. La otorrina me había dado un justificante de la operación. Afortunadamente, con ese papelote y con un poco de labia conseguí que me devolviesen la entrada. Hubiera preferido asistir al concierto.
Mi tío me acercó al hospital y generosamente accedió a que yo me pudiese despedir de la civilización con un copazo. Me supo a maravilla. Entré muy relajado en el hospital. Tardaron muy poco en subirme a planta. Fue una sorpresa agradable descubrir que justo al lado de mi habitación había un pasillo donde la gente iba a fumar. Yo temía estar tanto tiempo en un lugar donde estuviese prohibido. Además me asustaba quedarme demasiado hecho polvo después de la operación para que me impidiesen disfrutar de ese placer. Yo me traje parches de nicotina para quitarme el mono.
Además tenía miedo de que, como me iban a operar de la nariz, fuese necesario afeitarme mi hermoso bigote. El especialista me dijo que no sería necesario. Mi bigote no interfería con la operación. Solté un profundo suspiro de alivio. Seguiría estando guapo después de la operación.
A las nueve de la mañana me subieron al quirófano. Pasillos interminables recorridos boca arriba en una camilla empujada por un celador. Llegamos al final al área de los quirófanos. Sin ninguna ceremonia aparcaron mi camilla en el pasillo. Al cabo de un buen rato me metieron en el y me enchufaron la anestesia. Mientras estaba hablando con los médicos noté como iba perdiendo la consciencia. Me desperté unas horas después en una sala de observación, sangrando de la nariz y todavía poco coherente. Unos amigos míos estaban esperando a que recobrase la conciencia. Las enfermeras les pidieron que se fuesen. Ellas me pusieron un bigote, una morcilla de gasa, que se ata alrededor de la cabeza. Impide que la sangre manche la ropa. Yo estaba de lo más resultón con mi bigote al cuadrado. El de pelo y el de gasa. Poco después un celador me llevó a mi habitación.
Yo había oído rumores de que si después de una operación se tardaba mucho en orinar las enfermeras te sondaban. A un amigo mío le había pasado. El lo describió como una violación. Otra cosa que me asustaba. Durante las primeras horas mi prioridad era evitar esa vejación. Afortunadamente, después de mucho esfuerzo, cuando ya había desechado toda esperanza, estando seguro de que me iban a humillar, lo conseguí.
Debido al tajo que me habían dado en la lengua. me dolía mucho al hablar. Además estaba sangrando por la nariz. Ya que cada pocas horas me daban Gelocatil y Nolotil por vena, no sentía dolor. El único problema era que el tiempo pasaba muy despacio. Como estaba recién anestesiado, no me daban nada de comer y no se me había quitado el apetito. Encuentro que las esperas se hacen más llevaderas con la barriga llena.
Como yo había oído que en los hospitales se robaba mucho, el único objeto de valor que me traje fue mi móvil. Eché mucho de menos mi reproductor de cedes o algo parecido que me hiciera compañía. Cuando me visitaron unos amigos, generosamente accedieron a comprarme una radio. Esto hizo que las interminables horas pasasen más deprisa. Se me pasa más rápidamente el tiempo con el ruido de fondo de gente hablando.
Las enfermeras apenas me dieron un bocadito para cenar. Por la noche ya tenía un hambre voraz. Mi compañero de habitación estaba recién ingresado y no se había quitado la ropa de calle. Afortunadamente no tuvo inconveniente en traerme un sándwich. Lo devoré a escondidas para que las enfermeras no me pusiesen a caldo. Entre que estaba bueno y estaba haciendo algo prohibido me supo a gloria.
Pasé mala noche. Me habían puesto el respaldo de la cama muy alto. Los únicos momentos en los cuales fui capaz de conciliar el sueño eran cuando estaba enchufado a medicamentos por vía intravenosa. El resto de la noche iba de cama a butaca a cama. No estaba cómodo en ningún sitio. Fue interminable. Para mayor inri una vez que salí al pasillo a fumar una enfermera me vio y me mandó para la habitación. Casi llegada la madrugada la enfermera de guardia se apiadó de mí bajandome el respaldo de la cama. Pude dormir un poco.
Por la mañana me dijeron que el médico de guardia me quería ver. En esa momento estaba desayunando. Le pedí a la enfermera acabar. Ella insistió. No hubo forma de disfrutar de la poca comida que dan en el hospital. Yo llevaba la bata del hospital puesta de cualquier forma con uno de mis hombros y parte de mi pecho al aire. Antes de ver al médico ella me lo colocó bien. Opinaría que yo debería estar guapo para ver a alguien tan importante. Me dejó como un cromo. Ojalá me hubieran dejado así de guapo antes. Me llevó de la mano hasta el despacho del cirujano. Yo me notaba mareado. El cirujano me dio el alta y me entregó un papel con los cuidados que yo tenía que seguir. El papel estaba escrito en una letra tan ilegible que yo no le podía ni sacar ni pies ni cabeza. Creo que le pedí a tres enfermeras que me lo tradujesen al español. No es broma lo que dicen de la letra de los médicos.
Antes de recibir el alta yo estaba mareado. En el instante en que salí con ella en la mano me encontraba un hombre nuevo, lleno de energía, absolutamente pletórico. Fui con pasos firmes a la habitación, me arranque los parches de nicotina, y salí pitando al pasillo que hacía de veces de sala de fumadores. Fue el primer cigarrillo de mi libertad. Me supo a gloria. Llamé a mi tío para que me llevase a casa, me vestí y fui a esperarle en la entrada del hospital. Hice esfuerzos heroicos de recuperar el tiempo que había pasado sin fumar. Una de las cosas que aparecía en ese papel de alta tan ilegible es que necesitaba ejercitar la lengua para que no me quedase cicatriz después de la operación. Para mi agrado, descubrí que fumar era un ejercicio ideal para la lengua.
Cuando llegue a mi casa con mi tío, disfrutamos de un delicioso gin tonic. Esa es la forma mejor de ir al hospital: copazo antes y copazo después, como si de un sandwich se tratase. Ese mismo día llegó mi madre de Canadá. Hizo el viaje únicamente para cuidarme. Me hizo bigotes para poner encima de mi bigote.
Desde que empecé a fumar no había estado tanto tiempo sin inhalar como después de la operación: unas 25 horas. Gracias a utilizar parches de nicotina se me hizo bastante llevadero. Necesitaba dos parches para quitarme totalmente la ansiedad. Es una pena que vendan estos productos únicamente como un medio para dejar de fumar. Tienen verdadera utilidad a la hora de permitir a un fumador estar cómodo en un lugar donde esté prohibido. Especialmente en estas fechas de prohibiciones inminentes. Cuantos más medios disponga un fumador para no sentir ansiedad, mejor.
Para que no se me desplazase el tabique nasal recién operado, me introdujeron unos tubos de plástico en las fosas nasales. Estos tubos tuvieron un efecto negativo sobre mis escasas aptitudes olfativas y gustativas. Además me resultaba casi imposible respirar por la nariz. Estuve una semana con los bigotes para absorber la sangre, el mismo tiempo que tomando analgésicos. Mientras tanto me hice muy aficionado al zumo de tomate con muchas especies. Necesitaba compensar mi falta de olfato con sensaciones fuertes. Cuando al final me quitaron los tubos de la nariz; los alimentos tenían mucho más sabor. Me cabreé inmensamente cuando me di cuenta que ya no me gustaba mi receta secreta de zumo de tomate.
Un año después de la operación, en una revisión que me hicieron los cirujanos, pedí que me derivasen al logopeda. No hace ni falta decir que me metieron una camera por la nariz. Indudablemente son especialistas en tocar narices. Con el papel que me dieron, pude al final ir al logopeda. No asistí a mi primera sesión hasta cuatro meses después.