En nuestra empresa hacíamos tele trabajo. No podíamos trabajar en la empresa contratante por motivos sindicales. Habían hecho una regularización de empleo y el sindicato se oponía con uñas y dientes a que subcontratados sustituyeran sus antiguos miembros. Nos conectábamos a través de una VPN a la red interna del contratante. A nuestro supervisor en la empresa contratante le gustaba saltarse a la torera las políticas de su empresa. Casi todos los que hacían tele trabajo, únicamente podían acceder a las aplicaciones que les eran imprescindibles para hacer su trabajo. Nosotros teníamos acceso completo a varios servidores. Otro ejemplo saltarse las normas de su empresa era que, aún habiendo una política de cambiar regularmente las contraseñas, todos los servidores tenían la misma contraseña. Era una palabra muy fácil de recordar. El no se había preocupado de cambiarla en más de tres años.
Enseguida empecé a tener fricciones con el supervisor en la empresa de telecomunicaciones. Había el típico problema de comunicación. El supervisor en vez de dedicar el tiempo para que yo le pudiera comprender mejor, se quejaba directamente a mi jefe. No me gustaba que no dedicara el suficiente tiempo a conseguir una comunicación fluida. No todos comprendemos lo mismo. Me resultaba incómodo este trato.
Una de las funciones del supervisor era la de administrador de sistemas de su departamento. La aplicación que usábamos para contactar con la VPN y administrar remotamente los servidores permite supervisar lo que se hace. Se puede ver en todo momento lo que el trabajador remoto ve en pantalla. Además se guarda un registro de todo lo que ha visto desde que inició la conexión en caso que haya que emprender acciones legales. Nuestro supervisor tenía acceso a esta aplicación. Según el nuestro analista nuestro supervisor tenía continuamente seis o siete ventanas abiertas donde monitorizaba a todos los trabajadores externos de su departamento.
Al supervisor le gustaba jactarse de que estaba vigilando en todo momento el trabajo de los externos. Pensaría que al sabernos vigilados, no nos atreveríamos a distraernos. Lo único que consiguió fue reducir mi calidad de vida. Su forma habitual de decirnos que hiciéramos algo era hacer aparecer una ventanita en nuestro monitor. Usaba un programa que es parte del sistema operativo. En ocasiones he llegado a mantener conversaciones con el supervisor, el con sus ventanitas y yo escribiendo en un editor de texto.
Yo no tardé en llegar a la conclusión que los repetidos mensajes, ese insinuar que más me valía espabilarme en el trabajo constituían acoso laboral. No puedo hacer nada respeto a ser vigilado, pero que se ensañen en hacérmelo saber, va más allá de lo que me gusta soportar. Cometí un error muy grave. A pesar de haber trabajado en la informática más de siete años, no me acordaba que la tecla de Imprimir Pantalla captura la pantalla, permitiendo mostrar su apariencia en un momento determinado. Si lo hubiera recordado, habría hecho una captura de pantalla cada vez que me hubiera mandado uno de sus mensajes Si hubiera hecho las suficientes capturas habría llevado al supervisor y a su empresa a juicio por acoso laboral.
Aparte de los continuos mensajes que aparecían en mi pantalla, el primer evento que hizo insostenible mi situación ocurrió aproximadamente un mes antes que me fuera. El analista de nuestra empresa estaba visitando al cliente. Yo había acabado mis tareas y le había solicitado más trabajo a nuestro supervisor en la empresa de telecomunicaciones. El supervisor estaba demasiado entretenido con nuestro analista como para asignarme ninguna tarea. Yo mataba el tiempo hasta que llegara la hora de irme a casa. Al final decidí documentar algunas de las tareas que seguramente tendría que volver a hacer. A la hora de rellenar el parte de horas justifiqué las horas que había estado inactivo como que estuve haciendo documentación. El supervisor me estaba espiando en ese preciso instante. Me puso uno de sus malditos mensajitos en la pantalla preguntándome que estaba documentando. Al poco me llamó de malas maneras preguntándome lo mismo. Yo en vez de de decirle que me pareció muy fuerte apuntar en mi parte de horas que no me habían asignado ninguna tarea, le intenté apaciguar. El supervisor además de demostrarme que me espiaba, me humilló.
La gota que colmó mi vaso ocurrió unas semanas después. Me habían asignado una modificación de un registro de una tabla de muchos campos en la base de datos del servidor de producción. Era un trabajo fácil pero al modificar tantos campos, la tarea llevaba bastante tiempo y requería mucha concentración. Al cabo de una hora, ya había conseguido hacer la tarea en el servidor de prueba. Acabar la tarea en el servidor de producción era cuestión de copiar y pegar. Se me fue el santo al cielo. Aún no habiendo acabado la tarea, estaba tan contento que decidí tomarme un merecido descanso. El supervisor, como de costumbre, me estaba espiando. Le pareció excesivo el tiempo que tardé. Me volvió a llamar de malas maneras. Después de muchas vejaciones le admití al supervisor que me había distraído.
Me pillé un cabreo impresionante con la última vejación del supervisor. Le escribí un correo electrónico a mi jefe diciéndole que no le aguantaba. Mi jefe decidió suspender el supervisor entre el supervisor y yo. El supervisor no trataría directamente conmigo sino únicamente a través del analista o mi jefe. Eso no ayudó. La semana siguiente fui al trabajo sin ninguna ilusión. Este trabajo había pasado de ser un placer a ser una carga debido a las vejaciones que había sufrido por parte del supervisor. Me había desaparecido la alegría de vivir. En el trabajo, cada vez que me distraía, me entraba miedo de que el supervisor aprovechase la ocasión para vejarme otra vez. Aún cuando yo no tenía suficientes tareas, hacía grandes esfuerzos para aparentar estar ocupado. No ayudó que el analista pasó la semana en las oficinas del cliente. Tuve demasiado poco trabajo.
Yo estaba deprimido en casa. El supervisor había podido con mi alegría de vivir. Una amiga me notó muy bajo. Mi psicóloga me notó muy bajo. Yo llegué a la conclusión de que las vejaciones del supervisor me habían provocado una depresión. Pasé el fin de semana con otra amiga. Le conté lo que me había pasado. Ella me dijo que consideraba mi situación una de acoso laboral. Decidí dejar el trabajo. Era la primera vez que alguien me acosaba laboralmente y no lo iba a consentir.
El domingo, al regresar a Madrid, me enteré que el supervisor quería que yo fuera a las oficinas centrales. Después de las vejaciones anteriores a las cuales me había sometido el supervisor, yo no tenía ningún interés en volverle a ver. Antes de acostarme había tomado la decisión de dimitir. El lunes decidí que me convendría en vez de dimitir, pillarme una baja por depresión. Avisé a mi jefe de mis intenciones. Le pilló desprevenido que me hubiera afectado tanto el supervisor. Ya se había comprometido a que yo fuera a visitar el cliente. Por desgracia para él yo no pude soportar la idea de que el supervisor tendría la posibilidad de humillarme en persona en vez de por teléfono.
La baja por depresión que me pillé no fue fingida. El toma y daca con el supervisor me habían provocado una depresión situacional. En otras palabras, era una depresión con una causa clara. Me hubiera gustado mucho permanecer de baja hasta encontrar un trabajo nuevo. Por desgracia no fue posible. La baja la pillé un lunes. El viernes viajaba a Noruega en avión. Si no hubiera salido del país habría seguido de baja.
Al volver de las vacaciones dimití. Además del temor de que el supervisor me volviera a provocar una depresión, está el hecho que a mí me cuesta mucho perdonar una falta grave. El que un supervisor me provoque una depresión a base de hacerme saber repetidamente que me estaba espiando, y además aprovechar su espionaje para humillarme con sus malas formas, lo consideré una falta muy grave. Le guardaba demasiado rencor al supervisor para seguir trabajando en ese proyecto. Mi empresa afortunadamente no tenía más proyectos. Podía emprender una nueva fase de mi vida
Esto era el final de una era. Llevaba más de seis años con la empresa que dejé. Ya me había estado planteando dejarles durante bastante tiempo. No eran buenos comerciales. La mayor parte del tiempo únicamente tenían un cliente grande que les pagaba las facturas. No eran capaces de conseguir los suficientes contratos. Hace tres años perdieron a su único cliente de entonces y me despidieron. Seguí colaborando con ellos, primero en negro y luego coma autónomo. Cuando consiguieron el contrato con la empresa del supervisor, su situación empresarial mejoró mucho. Cuando me ofrecieron participar en el proyecto, pedí que me hicieran un contrato por cuenta ajena. Al no haber más contratos, mis oportunidades de aprendizaje eran demasiado reducidas. Esa era la principal razón por lo que llevaba algún año deseando dejar la empresa. El guardarle tanto rencor al supervisor y que no hubiera más contratos fue el empujón que necesitaba para buscarme la vida.
En mi antigua empresa me han tratado muy bien durante muchos años. Durante ese tiempo me han pagado las facturas y me han permitido disponer del suficiente tiempo libre. Los jefes me tenían afecto y yo les tengo afecto. No les traté bien dejándoles colgados en el último momento con mi baja por depresión seguida de mis vacaciones y mi dimisión. No les di el suficiente aviso de que la situación se estaba haciendo insostenible para mí. No se me ocurrió avisarles de que cada vez estaba menos a gusto en el trabajo. Como ellos me dijeron cuando dimití, ellos me tienen el suficiente afecto para remover cielo y tierra para que me encontrase a gusto. Cuando yo llegué a la conclusión de que estaba sufriendo una depresión por acoso laboral ya era demasiado tarde.
El Andreso