Yo salí de casa con tiempo. Decidí ir andando. El camino más bonito era a través del Parque del Oeste. Cuando ya me estaba acercando a la Cuesta de San Vicente vi un grupo de gente haciendo botellón. Una mujer se me acercó y me pidió un cigarrillo. Se lo di. Se acercaron tres más a pedirme tabaco. Por alguna razón me sentí acosado. No se los di. Me arrepiento. Debería haberlo hecho. Tenia un paquete de sobra. Estas personas eran gente sin hogar. Vivían en un albergue. Nadie tiene un detalle con ellos. Yo tampoco.
En vez seguí mi camino. Uno de los sin techo me siguió. Me estaba diciendo que me había portado mal con ellos. Yo no tenía ganas de hablar con el. Ni me volvía para mirarlo. Ya estando cerca del cruce, el me agarró. Yo intenté zafarme. El me dio un soberano puñetazo en la nariz. Me acababan de operar del tabique nasal. Dos días antes me habían quitado los tubos que me habían metido en las fosas nasales para que no se me colapsaran. Estaba sangrando profusamente.
Fui andando hasta la estación de metro. Sabía que en los andenes había cobertura. Me puse a llamar a mi amigo. A los 10 minutos di con el. Subió. Un poco después vimos un policía municipal. Nos contó que había habido un altercado cerca. Nos llevó en su coche patrulla. Allí estaba el Samur haciendo curas. Después de pedirme la documentación, me detuvieron la hemorragia de la nariz. Había habido una buena pelea entre los sin techo. Mucha gente tenía magulladuras y erosiones. Había por lo menos quince policías nacionales tomando declaración. Supongo que quien me dio la hostia, siguió arreando.
Bajo la impresión de que era necesario un parte de daños firmado por un médico, yo y mi amigo, nos fuimos en taxi al hospital que me corresponde. Tras cinco minutos en urgencias, me atendió el otorrino de guardia. Me dijo que no había ningún daño permanente. Mi tabique nasal recién operado no había sufrido desperfectos. Me introdujo unas almohadillas de algodón en las fosas nasales. Los otorrinos tienen un extraño fetiche de tocarle las narices a la gente.
Yo me despedí de mi amigo después de unas cañas. Al llegar a mi casa empecé a estornudar sin parar. Las almohadillas eran responsables. Estaban irritando el interior de mi nariz. Con la presión de los estornudos estaban cada vez más fuera. Cuando al final sobresalían, me las saqué con unos alicates. Detuve la hemorragia con presión.
Al día siguiente fui a la comisaría con mi parte médico. El policía que me atendió me contó que, ya que me había atendido el Samur, me podía haber ahorrado el viaje a urgencias. Yo, con mi denuncia, ya había cumplido. Había engrosado en las estadísticas de delincuencia. Unos días después me llamó la policía para que me pasara por la comisaría. Me atendió un inspector que me enseñó fotos de varios sospechosos. No fui capaz de reconocer a ninguno. Todos tenían pelo largo y el que me pegó tenía el pelo corto. Yo me guío mucho por el pelo a la hora de reconocer a la gente. Se lo comenté al inspector. Unos meses después estaba en los andenes del metro y un hombre con pelo largo se me acercó. Me miró de forma agresiva. Quedé intimidado. Me metí rápidamente en el vagón. Estoy casi seguro que era el mismo que me pegó.
Gracias a la historia del puñetazo tenía algo interesante que contar a la gente nueva que me encontraba durante varios meses. Todos me decían: "Ay, pobrecito." Hubo una mujer de la cual no conseguí reacción alguna. Más tarde me enteré que ella había estado en una relación violenta. El que le peguen a alguien es triste para ella pero era el pan nuestro de cada día.